Cultural
Hugo Fontana
ÉDITH PIAF, de Carolyn Burke. Editorial Circe, 2011. Barcelona, 371 págs. Distribuye Océano.
CADA TANTO EL mito Édith Piaf se reanima, desgarra intensamente y
retorna al silencio. Decenas de títulos se han escrito sobre su corta y
atormentada vida, e incluso ella misma dictó dos libros de memorias: en
1958 apareció El baile de la suerte, un remedo autobiográfico escrito
por el periodista Louis-René Dauven, en el que con desordenados trazos
repasaba un puñado de anécdotas, eludía todo el dramático vértigo que
siempre había cargado sobre sus hombros, ocultaba algunos hechos y
deformaba muchos otros. Tres meses después de su muerte, ocurrida el 10
de octubre de 1963, fue publicado Mi vida, una recopilación de artículos
y entrevistas del mismo tono, realizadas por Jean Noli.
También el teatro y el cine han sido pródigos en abordar sus días. En
teatro es mundialmente famosa la obra que en nuestro país interpretara
Laura Canoura, Piaf, de Pam Gems. Entre los films, es dable destacar,
entre otros, Édith et Marcel (1983), de Claude Lelouch, y el famoso La
vida en rosa (2007), de Olivier Dahan, con una notable actuación de
Marion Cotillard que le valió un Oscar a Mejor Actriz y volvió a colocar
la figura de la cantante ante un vastísimo público.
Carolyn Burke, una australiana que vivió durante más de una década en
París y que actualmente reside en California, y quien ya había escrito
sobre Lee Miller y Mina Loy, es la autora de Edith Piaf, una biografía
con más piedad que detalles escabrosos, lo que de algún modo se
agradece. Sus años de estadía en la capital francesa la acercaron a esa
leyenda inmaculada que sigue siendo aquella diminuta contralto que no
medía más de un metro cuarenta y siete, y que luchó inútilmente a lo
largo de toda su vida, envuelta en el más rutilante éxito profesional,
por encontrar el amor.
Los días de La Marsellesa. Édith Giovanna Gassion nació en una callecita
de París el 19 de diciembre de 1915. Su madre, Annetta, vendedora de
caramelos y cantante ambulante, había sido abandonada por su esposo
Louis, y en el momento del parto no pudo llegar al hospital por sus
propios medios. Pocos días después entregó la bebé a su madre, una mujer
berebere que se destacaba por ser la dueña de un circo de pulgas
amaestradas, y quien solía llenar con vino las mamaderas que le daba a
la niña para hacerla dormir. Meses después, el padre, acróbata y
contorsionista, regresó del frente de guerra y dejó a Édith en manos de
su abuela Léontine, quien regenteaba un burdel. En él creció la pequeña
hasta que a los siete años Louis se la volvería a llevar, esta vez para
integrar una troupe circense. En la capital francesa padre e hija harían
de la calle su fuente de vida: él asombrando a los transeúntes con
inigualables ejercicios de contorsión, y ella cantando "La Marsellesa".
Su adolescencia fue una seguidilla de rechazos y abandonos, hasta que a
los catorce años decidió irse a vivir sola. A los dieciséis se ennovió
con un joven mandadero y se fue a vivir con él. De esa unión nacería su
única hija, Cécelle, quien fallecería meses más tarde afectada de
meningitis. Para ese entonces ya había empezado a frecuentar algunas
turbias cantinas donde, por unos pocos billetes, cantaba para una
concurrencia compuesta por ladrones de medio pelo, gigolós de escasa
monta y contrabandistas de cuarta. Dos meses antes de cumplir veinte
años, Èdith conoció a Louis Leplée, quien la llevó a cantar a un club de
su propiedad y la protegió de modo tal que ella pronto lo bautizó
"Papá": fue un breve tiempo en el que se sintió amparada y recibió el
nombre artístico que la acompañaría por el resto de sus días: la Môme
Piaf (la niña gorrión). Pero el paraíso resultó fugaz y en lo que se
supuso fue un ajuste de cuentas, Leplée fue asesinado en su negocio. A
ese incidente siguieron meses de tropiezos y soledades, hasta que
finalmente conoció a otro de los hombres que resultarían clave en su
vida profesional: el compositor Raymond Asso, quien le permitiría cantar
dos de sus primeros grandes éxitos, "Mon légionnaire" y "Le Fanion de
la Légion".
Burke irá ilustrando cada uno de los capítulos de su libro con versos de
algunas de sus canciones, en las que una y otra vez se repite el
personaje de una heroína de baja extracción social, enfrentada al amor
y, casi simultáneamente, a su pérdida y a la soledad. Todo un calco de
lo que sería la vida entera de la propia Édith.
Amantes e ilusiones. Piaf comenzaría a conquistar a un público cada vez
más amplio, incorporando nuevos temas a su repertorio -para ello fue
esencial haber conocido a Marguerite Monnot, una pianista y compositora
que pondría música a la mayoría de sus letras- y conociendo a un
sinnúmero de hombres de los que se enamoraría a primera vista y a los
que abandonaría pocos meses después, aburrida o decepcionada. Por su
cama pasarían principiantes y consagrados, viejos y jóvenes, ilustres
desconocidos y futuras estrellas como Yves Montand, Charles Aznavour,
Jacques Pills, Georges Moustaki y hasta el mismísimo Marlon Brando, a
quien frecuentó en cada uno de sus viajes a Los Angeles. Supo también
amadrinar y producir a muchos principiantes, y llevó a la fama a un
grupo que en las décadas del 40 y del 50 recorrió el mundo como
embajador de la canción francesa, Les Compagnons de la Chanson.
Pero entre tantos amantes, ilusiones y decepciones, Marcel Cerdan, un
boxeador de origen argelino, fue quien mayor impacto ejerció sobre la
cantante. En octubre de 1948, unas semanas después de que él obtuviera
el título de Campeón del Mundo de los pesos medios y mientras ella
cumplía con uno de sus tantos contratos en Nueva York, la llamó desde
París para decirle que tomaría un barco para reunirse nuevamente con
ella. Pero Édith le suplicó que viajara en avión, para que la separación
resultara más breve. El día 28 el avión desapareció en vuelo,
estrellándose en las islas Azores. A partir de entonces el futuro no le
depararía otra cosa que enfermedades y adicciones. Anemia, artritis,
infecciones pulmonares, bronquitis, neumonía, fiebres descontroladas,
hinchazón de rostro y manos a causa de la cortisona, úlcera sangrante,
daños hepáticos, disentería, pancreatitis, adherencias intestinales...
Entre 1959 y 1962 Piaf se sometió a ocho operaciones quirúrgicas. En
1963, pocos días antes de su muerte, pesaba apenas treinta kilos. Y a
todo ello, también se debieron agregar cuatro accidentes
automovilísticos de diversa gravedad.
Yo no lamento nada. Ataviada siempre con un sencillo vestido negro, y a
pesar de su cuerpo casi ingrávido, Édith Piaf se agigantaba cada vez que
aparecía en un escenario y comenzaba a cantar. No obstante el
estremecedor estado de salud de sus dos o tres últimos años, siempre
parecía renacer ante cada recital. Así ocurrió a fines de 1961, cuando
actuó en un Olympia amenazado por la quiebra, estrenando uno de sus
temas más emblemáticos, "Non, je ne regrette rien" (No, yo no lamento
nada) y salvando al teatro de su cierre definitivo.
Tras su muerte, la Iglesia Católica negó los ritos fúnebres
correspondientes. El diario L`Osservatore Romano se apuró a afirmar que
Édith había vivido "en pecado público", y que había sido "un ídolo de
felicidad prefabricada". Solo un sacerdote francés, en un acto de
absoluto desafío al Vaticano, se atrevió a bendecir los restos de quien
fue una de las mejores cantantes de la historia. Fue enterrada en el
cementerio Père-Lachaise, donde desde hacía años descansaba la pequeña
Cécelle.
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