Repassado pelo periodista Shubert Flores, a quién conocimos en Córdoba y, después, con el amigo Guillermo Pelegrino en el festival de Treinta y Tres (Uruguay).
Pasaron
los años desde que mi Tata aceptó el homenaje de poner su nombre al
escenario del Festival de Cosquín. Puso una única condición: la de no
usar el escenario para adular a ningún dictador. Eran tiempos duros y lo
que pidió tenía que ver con las circunstancias por las que atravesaba
el
país, no tan lejanas de otras épocas que había conocido y sufrido de
más joven.
Pero
no sé si solo se refería a los dictadores de uniforme. También podemos
sumarle otras formas que ha sumado la dictadura: la del dinero, la
exigencia de éxito.
Contaré
que, a pesar de haberse convertido en un artista del mundo jamás
permitió que esta circunstancia hiciera mella en su conducta personal y
artística.
Crecí
escuchando discos de sus compañeros de desvelo: aquellos que en los
años 40 trajeron de sus provincias el canto de su pago. A ellos se
sumaron algunos porteños también. Así el canto nativo fue creciendo en
consideración porque, además, la gran ciudad se había poblado de
provincianos.
Estos
intérpretes no solo compartían los pequeños escenarios que se les
ofrecía en peñas y confiterías; compartían tenidas entre ellos. Eran
serios en su labor porque sabían lo que estaban haciendo. Tenían una
herencia folklórica que no podían desmentir aunque quisieran, pues les
venía en la sangre desde la panza de su madre, de sus abuelas, de su
tierra.
El
orgullo era representar bien al pago y cuando uno dice pago habla de
siglos y de gentes, de territorio, de historia, de leyendas y de
costumbres afirmadas en ese transcurrir de los tiempos en un determinado
paisaje.
Crecí
con ellos. Escuchando zambas, gatos, chacareras, escondidos, cielitos y
vidalas. Mis padres no me obligaban a escuchar determinado tipo de
música. Pedía permiso y el gramófono era mío junto a los
discos de “piedra”.
Claro
que todo esto se afirmaba con mis estadías en Cerro Colorado,
ensillando mi petizo, acompañando a don Roque a buscar las vacas,
compartir un pedazo de pan con picadillo y unos tragos de agua en las
serranías, llevarlas al bañadero, traerlas de vuelta, hacer los mandados
al almacén y conocer un mundo de criollos, que no se llamaban a sí
mismos gauchos, comentando sus “afanes” y alguna que otra anécdota o
noticia de importancia para ellos.
Casi
no había radios. La televisión no existía. El diario del pueblo era la
reunión en el boliche como se le llamaba al almacén. Qué podía
sorprenderme de aquellos hombres y sus comentarios? Nada y todo. Pues
era estar viviendo historias que otros niños solo llegaban a conocer si
se ponían a leer alguna novela.
Como
podía resultarme ajena la música que escuchaba en casa si toda la
música, la buena música se entrelaza profundamente con la sensibilidad
de cualquier persona en cualquier lugar del mundo en la medida que
conserve autenticidad y amor por lo bello.
Recuerdo algo de León Felipe en relación con la poesía que decía así:
Quítale los caireles de la rima, las palabras también y si algo queda eso es poesía.
De
modo que Bach, Vivaldi, Bizet también tenían que ver con un universo de
algarrobos y talas, con caminos de arena y piedra y con esa gente
callada, de hablar lento y casi murmurando.
Aquellos
cantores, algunos de los cuales fueron homenajeados por mi padre, no
esperaban otra cosa más que respeto, reconocimiento de su arte por parte
del público. A veces alguna discográfica ponía su interés en ellos y
lograban grabar algunas obras.
Porqué
cuento todo esto? Porque estos músicos, tenían un profundo respeto por
la
canción nativa. Esa canción eran ellos: su historia, su paisaje, su
dignidad, su pena y su alegría, sus padres y sus abuelos, sus árboles o
su desierto.
Cuidando
el buen decir en los textos, cuidando que sus intervenciones de
adentro-se va la primera- a la vuelta- fueran en el tono en que se
estaba cantando para no romper la armonía establecida por la canción y
por la interpretación. Ellos me enseñaron no a ser artista, si a cantar,
a entender el nexo profundo entre ritmo y región, entre entonación y
letra.
Ellos
me hicieron comprender que para cantar un canto nativo hay que saber,
no de compases, de tempos, de armonías; hay que saber de paisajes, de
acentos comarcanos, de fablas regionales; no ser un experto; sí, por
músico, tener la oreja preparada para reconocer el origen de determinada
persona o canción. No necesariamente convertirse en un experto o un
erudito pero sí en un conocedor, como un baqueano que no es geólogo, ni
ingeniero hidráulico, ni ingeniero agrónomo, pero que sin saber el
porqué de ciertas cosas, sabe como son y donde el hombre puede hacerse
su lugar o al menos un lugar que le sea apto para permanecer
un rato o toda la vida.
Aquellos cantores no perseguían ningún objetivo especial: eran. No los empujaba el afán de fama, de dinero o de romper records.
Sabían que la dignidad de su canto los
sostenía en la vida y sostenía a los suyos: los que fueron y los que vendrían.
Algo
cambió y su resultado es lo que vemos hoy. Exitosos, grandes vendedores
de discos, multitudinarios eventos donde reciben aclamaciones que
nunca sabrán hasta donde ese crédito sea genuino y suyo.
Para
obtenerlo cualquier recurso parece legítimo: desde el discurso
demagógico hasta la vestimenta más osada o descuidada. Lo que no debe
estar ausente es lo estruendoso. Canciones escritas con un nivel apenas
primario porque, además, son incapaces de reconocer sus limitaciones a
la hora de escribir, melodías amorfas, repetitivas hasta el hartazgo que
solo buscan un final “allá arriba” para procurarse la seguridad del
aplauso final estrepitoso.
Casi todos vienen con la misma
formulita bajo el brazo y la aplican a rajatablas a ver si algún productor o discográfica se interesa en ellos.
El
resultado: nuestros pueblos, nuestras regiones se van quedando mudos
porque no hay quien cante por ellos, no hay quien diga su vida con
belleza, con buen decir o escribir, con una melodía atinada, que se
corresponda con el texto y con la intención.
A
veces me parece que el público aplaude u ovaciona por aburrimiento. Lo
triste es que gran parte se hace con dineros públicos aplicados a
objetivos sin ninguna intención de mejorar nuestras limitadas aptitudes
culturales o artísticas.
La Nación se empobrece de
la peor de las pobrezas: el desconocimiento de si misma.
Por
suerte hay muchos cantores, autores (que no es lo mismo que poeta pero
que es un noble oficio cuando se lo ejerce bien), que siguen su camino
sabiendo bien cual es la verdad y cuales son las mentiras. Les cuesta
mucho la marginación, el “silencio de radio” al que se los somete, y en
esto no hay diferencias entre las emisoras oficiales y privadas (son
sordas por igual), van por una pequeña senda de tierra que va al
costado de las grandes autopistas de la difusión, no buscan padrinos
políticos porque
a la corta o la larga estos imponen sus condiciones.
A
ellos “chapeau” diría mi madre, me quito el sombrero, diría mi padre.
Qué responsabilidad han asumido! Ser depositarios, casi involuntarios,
de una estirpe, de una etnia diría un amigo, que anhelo puedan conservar
para las generaciones futuras: la estirpe criolla y su canto nativo.
Roberto "Coya" Chavero
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